Este verano ha habido días esplendorosos; noches,
sobre todo. Yo salgo por las noches a montar bicicleta, me gusta más. Si es de
madrugada, mejor: hay menos gente, menos autos y no tienes encima un sol
quemante que te agota a cada paso. Tienes, en cambio, a la noche, al silencio y
a tu bicicleta. Recuerdo una película memorable que vi en la filmoteca de Lima:
Ladrones de bicicletas (1948), película tristísima y tierna, ambientada
en la Italia de la posguerra, en que la bicicleta se convierte en el vehículo
necesario para que el personaje principal sobreviva a la pobreza y la escasez,
pues obtiene un trabajo para pegar carteles con la condición de que tenga una;
pero se la roban y allí empieza su tragedia.
Otra es la que se vive aquí. Quizá esté demás
decirlo, por obvio, pero hay que repetirlo hasta que nos hagan caso: el uso de
la bicicleta en Lima es peligroso para la vida. No se puede manejar bicicletas
porque no hay vías señaladas, y las que hay, generalmente, no son seguras, y su
circuito es restringido. Así que, o vas rodando por la vereda esquivando
transeúntes y te cuidas de no caer a tierra por alguna puerta de garaje abierta
de improviso, o te lanzas a las salvajes pistas limeñas y a ver qué sucede. Tampoco
hay lugares para estacionarlas, y si los hubiera, seguramente nos las robarían.
No hay salvación.
Es cierto que se han construido ciclovías en la Av.
Salaverry y en la Av. Arequipa: pequeño triunfo logrado hace algún tiempo. En
Miraflores —distrito en el que resido—, hay una ciclovía en el malecón, lo cual
está muy bien, porque, además, te conecta con el mar. Sin embargo, en las
calles, no hay vías para bicicletas. Todo está hecho y escrito para los autos.
En Lima, los espacios públicos son caóticos y poco pensados para sus
ciudadanos, y la mayoría de parques son pequeños y están enrejados aunque los
domingos se cierra la Av. Arequipa para que los amantes de las bicicletas la
recorran, y los que no tienen una pueden también alquilarlas. Además, si más gente
usara este vehículo, su precio sería mucho más accesible para la mayoría. El
fin de semana pasado, por ejemplo, un grupo de ciclistas convocó a una bicicleteada de cuerpos desnudos para
llamar la atención sobre el poco uso de este vehículo en la ciudad, y subrayar
los beneficios que podría traer no solo a los ciclistas, sino también a la
ciudad: menos polución y contaminación sonora. En otros países, familias
enteras salen en fila india manejando su bicicleta. Incluso los más pequeños
practican su estabilidad en bicicletas sin pedales, avanzan solo con sus pies,
poco a poco, y no tienen que aprender traumáticamente el equilibrio. En el
Perú, hay personas que manejan bicicleta para cumplir con su trabajo: un
jardinero siempre tiene una bicicleta o un triciclo, y much@s chic@s también la
usan para hacer delivery.
No soy una militante del reino de la bicicleta ni
pertenezco a ningún grupo similar —aunque quizá debiera—. Es más, soy una
pésima conductora, cruzo sin más de un lugar a otro, y por eso pocas veces la
uso como vehículo de transporte. A mí me gusta andar en bici porque sí, porque
el viento me da en la cara, y porque no tengo que ir a ninguna parte ni
alcanzar ningún objetivo específico cuando la uso. Me encanta subir y bajar por
las pendientes y ver a las bicicletas solitarias en las calles. Es el único
lugar donde puedo estar conmigo misma. No necesito nada más.
Esta columna se publicó el domingo 18 de marzo de 2012 en el semanario Siete.
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