Mi madre
y mi hermana tienen cáncer. Cáncer = muerte; palabra gruesa que no se atreve a
pronunciar cualquiera sin sentir un estremecimiento. Esta es la columna más
dura que seguramente escribiré en mucho tiempo, pero también la más verdadera,
la más humana. Yo sé de mi dolor. El dolor de los que estamos del
otro lado, de los que todavía pertenecemos al bando de los cuerpos sanos aunque
no perfectos. No sé el dolor de ellas. Solo lo veo, lo sospecho, pero saber el
dolor del otro es imposible. Escribo esta columna para restituir de alguna
manera la dignidad de sus cuerpos profanados por la enfermedad y la ciencia.
Susan Sontag, escritora y ensayista norteamericana,
luchó buena parte de su vida contra el cáncer, que se le presentó de diversas
maneras En 1978, publicó un libro fundamental para entender las metáforas que
se aplican a ciertas enfermedades como la romantización
de la tuberculosis y las metáforas militares vinculadas al cáncer. La enfermedad y sus metáforas es un
alegato a favor de la dignidad de la persona enferma y en contra de las
fantasías de miedo que generan algunas enfermedades. Ella
señala que la metáfora más nociva es la militar: el cuerpo se concibe como un
campo de batalla, y a ello también contribuyen las intervenciones de la ciencia
para “combatir” el cáncer: quimioterapia, radioterapia, baños de cobalto, etc.
Más bien, en la actualidad, de un cáncer se puede
salir airoso si este es detectado a tiempo. Mucho depende de los cuerpos y,
sobre todo, del estado de sus almas. Mi madre la ha tenido dura: hace casi diez
años tuvo que padecer la Seguridad Social y sobrevivir al maltrato y la
humillación de sus enfermeras y burócratas. Porque no es solo que el cáncer te
quite el sueño y te someta a un ejército de pastillas y quimioterapia —como
señala Sontag—, sino que, en la Seguridad Social, se subraya hasta la náusea el
dolor antes que la vida. Allí solo el terco sobrevive. Esa vez, yo vivía fuera
del Perú, y me causaba grandes dosis de angustia vivir tan lejos. Hoy, que
afronta otro proceso, vivimos en la misma ciudad, y, felizmente, el trato en el
hospital ha mejorado.
Mi hermana y mi madre han debido entregar una parte
de sus cuerpos para poder vivir. En general, un cáncer de seno no te hace
perder la vida, pero resignifica la geografía de tu cuerpo. Debes enfrentarte a
un vacío y a los temores propios de lo nuevo. Exacto, yo me sé el concepto, no
conozco el dolor. La mayoría de ustedes, como yo, tampoco lo sabe. Mi hermana
ha hecho pública su enfermedad en un gesto de solidaridad con otras mujeres que
como ella han tenido miedo de hablar cuando sintieron esa bolita quemante en el
seno. Es una valiente.
Escribo esta columna porque me es necesario y urgente
rescatar a dos mujeres que me han servido de inspiración y transpiración a lo
largo de mi vida; a dos mujeres, opuestas quizá en muchos sentidos a mí, pero
cercanas también en todos los sentidos posibles. No es mi intención generar
lágrimas ni pena, aunque penas y lágrimas hay y muchas, sino, más bien, quitar
esos pesos mayores en ciertas partes del cuerpo de la mujer, sensibilizar sobre
esas pérdidas a las que la ciencia nos somete, y denunciar el bombardeo
publicitario de lo que debe ser un cuerpo sano y “femenino”. Busco acompañar a
otros corazones que hoy se sienten como el mío: en la incertidumbre del dolor.
Esta columna fue publicada en el Semanario Siete el domingo 11/03/2012
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