domingo, 11 de marzo de 2012

FRENTE AL DOLOR DEL OTRO


Mi madre y mi hermana tienen cáncer. Cáncer = muerte; palabra gruesa que no se atreve a pronunciar cualquiera sin sentir un estremecimiento. Esta es la columna más dura que seguramente escribiré en mucho tiempo, pero también la más verdadera, la más humana. Yo sé de mi dolor. El dolor de los que estamos del otro lado, de los que todavía pertenecemos al bando de los cuerpos sanos aunque no perfectos. No sé el dolor de ellas. Solo lo veo, lo sospecho, pero saber el dolor del otro es imposible. Escribo esta columna para restituir de alguna manera la dignidad de sus cuerpos profanados por la enfermedad y la ciencia. 

Susan Sontag, escritora y ensayista norteamericana, luchó buena parte de su vida contra el cáncer, que se le presentó de diversas maneras  En 1978, publicó un libro fundamental para entender las metáforas que se aplican a ciertas enfermedades como la romantización de la tuberculosis y las metáforas militares vinculadas al cáncer. La enfermedad y sus metáforas es un alegato a favor de la dignidad de la persona enferma y en contra de las fantasías de miedo que generan algunas enfermedades. Ella señala que la metáfora más nociva es la militar: el cuerpo se concibe como un campo de batalla, y a ello también contribuyen las intervenciones de la ciencia para “combatir” el cáncer: quimioterapia, radioterapia, baños de cobalto, etc.

Más bien, en la actualidad, de un cáncer se puede salir airoso si este es detectado a tiempo. Mucho depende de los cuerpos y, sobre todo, del estado de sus almas. Mi madre la ha tenido dura: hace casi diez años tuvo que padecer la Seguridad Social y sobrevivir al maltrato y la humillación de sus enfermeras y burócratas. Porque no es solo que el cáncer te quite el sueño y te someta a un ejército de pastillas y quimioterapia —como señala Sontag—, sino que, en la Seguridad Social, se subraya hasta la náusea el dolor antes que la vida. Allí solo el terco sobrevive. Esa vez, yo vivía fuera del Perú, y me causaba grandes dosis de angustia vivir tan lejos. Hoy, que afronta otro proceso, vivimos en la misma ciudad, y, felizmente, el trato en el hospital ha mejorado.

Mi hermana y mi madre han debido entregar una parte de sus cuerpos para poder vivir. En general, un cáncer de seno no te hace perder la vida, pero resignifica la geografía de tu cuerpo. Debes enfrentarte a un vacío y a los temores propios de lo nuevo. Exacto, yo me sé el concepto, no conozco el dolor. La mayoría de ustedes, como yo, tampoco lo sabe. Mi hermana ha hecho pública su enfermedad en un gesto de solidaridad con otras mujeres que como ella han tenido miedo de hablar cuando sintieron esa bolita quemante en el seno. Es una valiente.

Escribo esta columna porque me es necesario y urgente rescatar a dos mujeres que me han servido de inspiración y transpiración a lo largo de mi vida; a dos mujeres, opuestas quizá en muchos sentidos a mí, pero cercanas también en todos los sentidos posibles. No es mi intención generar lágrimas ni pena, aunque penas y lágrimas hay y muchas, sino, más bien, quitar esos pesos mayores en ciertas partes del cuerpo de la mujer, sensibilizar sobre esas pérdidas a las que la ciencia nos somete, y denunciar el bombardeo publicitario de lo que debe ser un cuerpo sano y “femenino”. Busco acompañar a otros corazones que hoy se sienten como el mío: en la incertidumbre del dolor.



Esta columna fue publicada en el Semanario Siete el domingo 11/03/2012

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