Iquitos es una ciudad pobre y precaria. Sin embargo, su corazón
contiene joyas como las casonas del Malecón Tarapacá de finales del siglo XIX,
adornadas con delicados mosaicos portugueses. En realidad, bellezas que decaen,
casonas que miran al Itaya con pena. La pobreza de buena parte de sus
habitantes es evidente. Muchos de ellos han tenido que salir de sus comunidades
y aculturarse para poder sobrevivir.
La mayoría de sus calles no están asfaltadas. Así que, además de tener
que combatir a los zancudos y mosquitos, deben convivir con el barro y la
basura, todos portadores de epidemias y enfermedades. Y mientras la ciudad
agoniza, su alcalde, el señor Charles Zevallos, practica su deporte favorito:
en Pachacámac, hace parapente y cae a tierra. Yo le llamo a eso justicia
poética. Por supuesto, a su favor está el hecho de que la agonía de Iquitos
viene de hace mucho; pero Zevallos —como muchos de nuestros funcionarios—
decide asumir la política como un acto de goce personal en lugar de un acto de
servicio.
Estamos acostumbrados a imaginar a la gente de la selva como sujetos
que viven del baile, la fiesta y el sexo gozoso. Y, quizá, en cierto sentido
sea verdad, pero el otro lado de la moneda es la sobrevivencia por encima de la
prostitución infantil, las drogas, el dengue y la neumonía. Desde luego, el
baile y la alegría que les atribuimos son solo una manera de tapar las
múltiples carencias en cuestión de infraestructura y ciudadanía que poseen. Por
otro lado, la cultura les importa poco a las autoridades: el Museo Amazónico,
por ejemplo, es un completo desastre. Una vergüenza en una ciudad que debería
tener un museo de primer orden, sobre todo un museo indígena bien documentado.
No obstante, hay todo un arte y una música que han venido a
revolucionar con su color y sus sonidos nuestras expresiones más interesantes
en esos ámbitos. Christian Bendayán es el ejemplo de un artista plástico que se
ha alimentado del arte popular de su tierra en sus múltiples facetas, y no solo
eso, sino que se ha convertido en el difusor más importante del arte amazónico
contemporáneo. Esto se ha concretado en las muestras “Poder Verde I” y “Poder
Verde II” en Lima y, también, en el extranjero. En Iquitos, tuve la oportunidad
de visitar El Refugio, bar dedicado al amor, en iconografía de Ashuco.
Poderosas imágenes se reúnen en un espacio para enamorados de todo tipo.
Recientemente, el mismo Bendayán acaba de inaugurar la muestra “El Paraíso del
Diablo” en la Municipalidad de Miraflores, donde se evidencia la destrucción y
la crisis que sufre esta ciudad, además de las apropiaciones que ha hecho el
propio artista de su historia cultural: se puede observar una cabeza reducida,
una versión personal del mural hecho por el pintor César Calvo de Araujo -mural que se deteriora en viejos almacenes debido a la destrucción del Palacio Municipal, lugar que lo albergaba, y que hoy es un forado en el centro mismo de la ciudad- ,hasta la hipnótica imagen de un muchacho soñando al pie de una pared de
mosaicos y tendido sobre cartones. Pero ¿por qué siempre nuestro país tendrá
que ser ese lugar de grandes contrastes?
Por supuesto, visitar sus espacios campestres o simplemente navegar en
el río es una experiencia cuyo sentido es difícil de expresar aquí. El
silencio, el sonido de los animales, el arte indígena y el arte de la ciudad
contrastan con la precariedad de la vida cotidiana y con la desidia de sus
autoridades. La Amazonía no puede ser solo un lugar de explotación y extracción
de sus recursos naturales, debe ser un lugar justo y digno para sus ciudadanos.
A Iquitos se lo lleva siempre en el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario