Durante mi
estadía en Londres como invitada a un festival de poesía, recibí, en mi correo
personal, el siguiente mensaje de un tal Pedro García: “oe perra de mierda
porque me jalas si yo tambien hize trabajo final de creatividad payasa TODO
PORQUE ME TIENES COLERA” (sic). Por cierto, no tengo ningún alumno con ese
nombre, pero sí he dictado ese curso en una universidad particular ubicada en Surco. Hace buen
tiempo que estaba pensando en escribir una columna como esta, pues muchas cosas
me han hecho reflexionar últimamente sobre mi trabajo como docente. Así, este e-mail me llegó para confirmarme
—demasiado feamente— muchas ideas que tengo sobre la enseñanza universitaria en
estos tiempos que corren.
Mi primera
pregunta es con qué clase de estudiantes estamos tratando; es decir, de qué
manera la universidad está seleccionando a sus candidatos, porque, si el examen
de conocimientos ha sido superado hace buen tiempo como prueba de ingreso,
entonces, ¿qué valor se le da al área psicológica y de maduración emocional de
estos alumnos? Por otro lado, el hecho de que yo sea mujer es un factor que
también se debe tener en cuenta para medir el tamaño de la agresión, lo cual,
por supuesto, nos sigue diciendo mucho acerca de los discursos masculinos que
subyacen en nuestra sociedad.
Las
universidades, por diferentes motivos, aunque generalmente es el mercado el que
viene rigiendo también este ámbito, han ido construyendo un perfil que dice
querer adaptarse al estudiante de hoy, pero me pregunto de dónde sacaron ese
modelo, y si eso es lo que hay que darle a los chicos, sobre todo en este país,
en el cual la educación es la última rueda del coche —¿o se basan en
diagnósticos foráneos?—. Un estudiante aprende de mil maneras, y uno puede, si
quiere, hacer uso de muchos recursos como el audio, el video, la Internet,
etc., pero sacrificar los contenidos solo porque la clase debe ser “más
entretenida” no creo que nos esté llevando a ningún buen puerto. En muchas
universidades, los alumnos ya no conocen sus bibliotecas, y la palabra investigación es algo de lo cual jamás
han oído hablar e incluso les saca ronchas a muchos. Ahora tienen que asimilar
conocimientos con base en planteamientos didácticos dictados por un grupo de
pedagogos, que, desde mi particular visión, solo ahondan la distancia que desde
hace buen tiempo hay entre el colegio y la universidad, en el sentido que yo
entiendo esta última: como espacio de discusión, creación e investigación.
De esta
manera, nos estamos convirtiendo en simples operadores pedagógicos, es decir,
sujetos capaces de transmitir un conocimiento digerido, inventores de toda
especie de PowerPoints maravillosos y artísticos que los alumnos ven como su
salvación antes de ir a un examen y, aunque muchas veces me parece necesario
apuntar dos o tres ideas en ellos, usarlos como suplemento del propio trabajo
de investigación que un alumno debe hacer es hacerse cómplice de un sistema que
los sigue manteniendo en la superficialidad y que, pocas veces, explora su
sentido crítico. Obviamente, no puedo generalizar, pues he tenido alumnos
maravillosos, interesados, inteligentes y sensibles en todos los lugares en los
que he enseñado, aunque en algunos más que en otros, y por ellos es que también
escribo esta columna.
Debo decir que no soy pedagoga, pero, la verdad, es que buena parte de lo que sé lo aprendí en las cafeterías, con los amigos, en la biblioteca, o en ciertas conversaciones de los maestros fuera del aula, pero eso queda para una siguiente entrega.
Esta columna fue publicada en el Semanario Siete el domingo 8 de julio de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario