domingo, 27 de mayo de 2012

CÓMO OBTENER UNA VISA Y NO MORIR EN EL INTENTO


Cada vez que entro a una embajada o consulado, suelo ponerme nerviosa y me sudan las manos. Odio pedir visas, llenar papeles, demostrar por los cuatro costados que soy una ciudadana ejemplar, elegible y que no iré a hacerme ilegal en otro país. Odio hacer todo eso, pero lo he hecho más de una vez. A decir verdad, seguramente, unas veinte veces hasta el día de hoy. Hoy también me tocó ir a otra embajada, y sigo viva.

Desde que hace 11 años viajara como estudiante a los Estados Unidos, una vida de visas me ha perseguido como a muchos de mis compañerxs peruanxs: renovarla, cambiarla, cuidarla como el oro. Cada vez que tenía que ir a la embajada en Lima, me resistía hasta el último momento. Sabía —como todos sabemos— que ese trámite implica una suerte de humillación para todos los que estamos en este lado del planeta. Por supuesto, todos los que estamos de este lado no somos iguales, para muchos, sus ingresos son inseguros y precarios, y las diferencias de clase bastante profundas. Además, después de septiembre 11 de 2001, el Perú no está entre los países con “mayor reputación”, debido a nuestro periodo de guerra interna, que se actualiza cada cierto tiempo.

La gente sufre horriblemente dentro de la embajada. No solo es la espera de casi dos horas, sino, también, la angustia de que quizá pierdas el dinero que pagaste (en la embajada norteamericana no lo devuelven, sí en las europeas que he conocido) o, tal vez, la única esperanza que te quedaba de salir de la estrechez y la pobreza. La negativa puede causar llanto o incluso depresión, en cambio, obtenerla, provoca más de una sonrisa y, comúnmente, el reconocimiento de muchos. Hay que celebrar, entonces, la prueba de que, por fin, te has convertido en un ciudadano elegible por un país del “primer mundo” y, por tanto, de alguna manera, fantaseas con el hecho de que dejas de ser de segunda categoría en este país que te enseña constantemente que existen ciudadanías diferenciadas.

Tuve un tío —y digo tuve, porque ya no vive aquí— que se especializó en la década de los 90 en “asesorar” a la gente en sus aplicaciones a diferentes tipos de visa. Se volvió un experto, tanto que era una consulta obligada antes de sacar una cita en la embajada. Recuerdo que hasta asesoraba a la gente en su vestimenta, en sus maneras de comportarse, en sus respuestas: hablar solo lo indispensable porque el peruano pregunta y habla mucho, y eso a los “gringos” no les gusta, decía. No bastaba con los papeles, pues se sospechaba que muchos podrían ser falsos, había que demostrarlo con el cuerpo, con la mirada, con las palabras. La teoría diría que son “las tretas del subalterno”.


En los úlitmos años, las embajadas han subido sus tarifas, afinado sus sistemas por Internet y creado más mediadores letrados y especializados, pero, aun así, la gente sigue terca sacando citas y haciendo cola, aunque las crisis europea y norteamericana parecen haber creado el sistema inverso: ahora los de allá vienen a vivir y trabajar acá. Muchos de ellos jamás han sufrido ni sufrirán la humillación de resumir una vida vivida y sobrevivida en unos cuantos papeles, ni tendrán que demostrar su condición de sujetos. Me pregunto por qué nosotros tenemos que seguir haciéndolo.

jueves, 10 de mayo de 2012

LOS AMANTES ARDIENTES Y LOS SABIOS AUSTEROS


El poeta francés Charles Baudelaire, de quien se dice que amaba a los gatos, le dedicó tres poemas en Las flores del mal (1857) y otras menciones en sus escritos. Aquellos que —como yo— somos amantes de estos mininos, se lo agradecemos de todo corazón. De esos poemas, prefiero Les chats (‘Los gatos’): “Los amantes ardientes y los sabios austeros / Aman igualmente, en su edad madura, / Los gatos poderosos y dulces, orgullo del hogar, / Que como ellos son frioleros, y como ellos, sedentarios […]”. Por supuesto, Baudelaire no fue el único: ¿quién no recuerda al gato de Cheshire, que, mientras conversa con Alicia, se va desvaneciendo hasta dejar en el aire su irónica sonrisa, o los maravillosos dibujos de gatos de Edward Gorey?

Mi gato vino de casualidad, como caído del cielo, aunque —como todo gato curtido— había sufrido su temporada en el infierno. Era ya grande cuando llegó a casa, así que nunca estoy muy segura de su edad gatuna. El problema fue que no estaba castrado, y, como no podía salir del sexto piso en el que vivimos, decidió orinarse en cada rincón del departamento, luego en los exámenes de mis alumnos —aunque debo decir que en esto era sabio, pues algunos lo merecían—, hasta que finalmente lo hizo en el primer tomo de las obras completas de Cortázar. Ese fue el fin: con el dolor de mi corazón, lo llevé a la veterinaria para que lo castrara. Y así lo hizo. Se tranquilizó y decidió dedicarse a observarme mientras preparaba mis clases o dormir a mi lado mientras veía la televisión.

Tiene un rostro hermoso y es imponente. Semeja un tigrecito y, cuando le dan sus ataques narcisistas, se recuesta sobre mi trabajo y a ver quién lo saca. Otras veces, cuando tiene hambre, y me da muchísima flojera levantarme temprano, le da un manotazo a mis pilas de papeles, libros y chucherías, entonces todo cae a tierra, y me tengo que levantar. Es verdad, en casa, nos hemos convertido en los esclavos de ese pequeño dictador, pero es tan seductor el condenado que, mientras maldecimos, se estira —¡cuán largo es!— para que lo acaricies. Entonces, ¿quién podría odiarlo o injuriarlo?


Por supuesto, su instinto salvaje aparece constantemente. Es juguetón y, de vez en cuando, te da un buen zarpazo, por lo que mis brazos están llenos de rasguños, y hasta un alumno me preguntó el otro día qué me había pasado, quizá sospechando de un ataque amoroso o de un posible hurto. Los muebles de casa ya van quedando hechos polvo, pero en ningún momento hemos pensado en regalarlo y, por el contrario, nos desvela cuando se enferma y es el gran tema de conversación entre mi novio y nuestra amiga y vecina Adriana, quien tiene un lindo e hiperactivo gatito, Lucas. Me pregunto si nos estaremos volviendo viejos y locos, pero luego me digo que la gente se vuelve loca por tantas otras cosas viles que prefiero esta locura inocente de criar un gato.

De hecho, hay personas mucho más fanáticas que nosotros: lo veo cada vez que camino por el parque Kennedy. Observo cómo los cuidan, curan y alimentan, y salen al frente tan apasionadamente ante una masacre gatuna. Incluso, muchos defienden más la vida de un animal que la de un ser humano. Parece que los seres humanos nos han dado demasiados reveses: Baudelaire escribe en los Pequeños poemas en prosa que, si uno obsequiaba chucherías a los niños de la calle, estos se acercaban temerosos, las tomaban y se alejaban rápidamente, pues habían aprendido a desconfiar, como los gatos, de los hombres.


Publicada en el Semanario Siete el domingo 13 de mayo de 2012

domingo, 6 de mayo de 2012

EN NOMBRE DE LOS NN


En este país, desde que tengo uso de razón, han muerto muchos de todos los bandos, todos los rostros y todos los colores, y que alguien sea dejado morir por el propio Estado por el cual pelea no me sorprende. Me horroriza sí, pero no me sorprende que, en este país, un suboficial de la Policía, perdido a su suerte, sea encontrado muerto en un paraje de la selva. Eso le sucedió a César Vilca Vega, joven policía cuyo cadáver fuera hallado muerto el miércoles pasado por su propio padre con ayuda de nativos machiguengas.

Algunos se preguntarán por qué un padre cuyo hijo se acaba de enfrentar a las fuerzas opositoras al gobierno tiene que internarse en la selva e ir a buscar a su propio hijo. He leído en las redes comentarios indignados, y con justa razón, sobre esta nueva “hazaña” del gobierno, pero no estoy muy segura de que sea el gobierno de turno el único culpable de estas escandalosas omisiones, pues esta es una historia que viene de mucho antes: los batallones, en general, los han conformado los pobres y malcomidos, quienes, muchas veces, han escalado posiciones a fuerza de aprender de la vileza y viveza de sus superiores. Recientemente, durante el gobierno de García, se envió a policías a enfrentarse a la población civil en la zona de Bagua: el resultado —ya lo sabemos— más de veinte muertos entre policías y nativos, y, mientras ellos se desangraban, nuestros políticos limpiaban sus conciencias —si las tienen— comiendo crepes y tomando whisky.

Policías  y soldados que son puestos en el frente como carne de cañón para poner el pecho en lugar de sus jefes, aquellos que sí serán enterrados con honores y privilegios, que sí dejarán casas y carros y dinero a sus viudas porque —entiéndanlo—ustedes, en este país, no dejarán nada, sino solo una pena muy honda en sus seres queridos. En el Perú, los desposeídos, los subalternos, los ciudadanos de segunda clase siempre estarán en la parte trasera de esta tierra, ocultos bajo la selva espesa o tirados en un río sin importar de qué lado estén. Sería mejor no militar bajo el mando de un Estado corrupto e injusto que sacrifica la vida de los que se enfrentan en su nombre. Sería mejor no portar un arma en nombre de aquellos que no recogerán tu cadáver. Sería mejor, digo, exigir nuestros derechos conjuntamente desde este bando, el bando de los ciudadanos que deberían —deberíamos— ser una fuerza mucho más poderosa y resistente.

Impresión intervenida en serigrafía. Taller NN 1984-1989.

César Vilca tiene un nombre conocido y será enterrado y llorado bajo este mismo nombre por sus padres; sin embargo, ¿qué pasa con aquellos desaparecidos durante el conflicto armado interno, cuyos cuerpos siguen esperando reparación y justicia? ¿Cuándo serán posibles estas palabras para ellos? ¿Cuándo su familia podrá poner un nombre sobre sus lápidas? Nada más lejano de mí que hacer un alegato a favor de la victimización. No, este es un alegato por la justicia de ser enterrado con un cuerpo y llorado bajo un nombre. En la medida que nuestra memoria siga siendo corta y coyuntural, aquellos NN retornarán constantemente para recordarnos que aún están allí. La acción del padre de César Vilca nos muestra una y otra vez que es mejor no confiar en los de arriba, que hay otro más fuerte que tú dispuesto a dejarte morir. La indiferencia es de ellos, los del poder; no nuestra.