El poeta francés Charles Baudelaire, de quien
se dice que amaba a los gatos, le dedicó tres poemas en Las flores del mal
(1857) y otras menciones en sus escritos. Aquellos que —como yo— somos amantes
de estos mininos, se lo agradecemos de todo corazón. De esos poemas, prefiero Les
chats (‘Los gatos’): “Los amantes ardientes y los sabios austeros / Aman
igualmente, en su edad madura, / Los gatos poderosos y dulces, orgullo del
hogar, / Que como ellos son frioleros, y como ellos, sedentarios […]”. Por
supuesto, Baudelaire no fue el único: ¿quién no recuerda al gato de Cheshire,
que, mientras conversa con Alicia, se va desvaneciendo hasta dejar en el aire
su irónica sonrisa, o los maravillosos dibujos de gatos de Edward Gorey?
Mi gato vino de casualidad, como caído del cielo,
aunque —como todo gato curtido— había sufrido su temporada en el infierno. Era
ya grande cuando llegó a casa, así que nunca estoy muy segura de su edad
gatuna. El problema fue que no estaba castrado, y, como no podía salir del
sexto piso en el que vivimos, decidió orinarse en cada rincón del departamento,
luego en los exámenes de mis alumnos —aunque debo decir que en esto era sabio, pues
algunos lo merecían—, hasta que finalmente lo hizo en el primer tomo de las
obras completas de Cortázar. Ese fue el fin: con el dolor de mi corazón, lo
llevé a la veterinaria para que lo castrara. Y así lo hizo. Se tranquilizó y
decidió dedicarse a observarme mientras preparaba mis clases o
dormir a mi lado mientras veía la televisión.
Tiene un rostro hermoso y es imponente.
Semeja un tigrecito y, cuando le dan sus ataques narcisistas, se recuesta sobre
mi trabajo y a ver quién lo saca. Otras veces, cuando tiene hambre, y me da
muchísima flojera levantarme temprano, le da un manotazo a mis pilas de papeles,
libros y chucherías, entonces todo cae a tierra, y me tengo que levantar. Es
verdad, en casa, nos hemos convertido en los esclavos de ese pequeño dictador,
pero es tan seductor el condenado que, mientras maldecimos, se estira —¡cuán
largo es!— para que lo acaricies. Entonces, ¿quién podría odiarlo o injuriarlo?
Por supuesto, su instinto salvaje aparece
constantemente. Es juguetón y, de vez en cuando, te da un buen zarpazo, por lo
que mis brazos están llenos de rasguños, y hasta un alumno me preguntó el otro
día qué me había pasado, quizá sospechando de un ataque amoroso o de un posible
hurto. Los muebles de casa ya van quedando hechos polvo, pero en ningún momento
hemos pensado en regalarlo y, por el contrario, nos desvela cuando se enferma y
es el gran tema de conversación entre mi novio y nuestra amiga y vecina
Adriana, quien tiene un lindo e hiperactivo gatito, Lucas. Me pregunto si nos
estaremos volviendo viejos y locos, pero luego me digo que la gente se vuelve
loca por tantas otras cosas viles que prefiero esta locura inocente de criar un
gato.
De hecho, hay personas mucho más fanáticas
que nosotros: lo veo cada vez que camino por el parque Kennedy. Observo cómo
los cuidan, curan y alimentan, y salen al frente tan apasionadamente ante una
masacre gatuna. Incluso, muchos defienden más la vida de un animal que la de un
ser humano. Parece que los seres humanos nos han dado demasiados reveses:
Baudelaire escribe en los Pequeños poemas
en prosa que, si uno obsequiaba chucherías a los niños de la calle, estos
se acercaban temerosos, las tomaban y se alejaban rápidamente, pues habían
aprendido a desconfiar, como los gatos, de los hombres.
Publicada en el Semanario Siete el domingo 13 de mayo de 2012
Lindo texto. Yo también soy amante de los gatos. Neruda tiene una preciosa Oda al gato.
ResponderEliminarSí! Me encantaría hacer una compilación de poemas solo sobre gatos!
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