Desde que publicara Los inocentes (relatos de collera), en 1961, en una preciosa edición de La Rama Florida —ahora con muchísimas reediciones—, ha sido, sin lugar a dudas, el preferido de los jóvenes, por esa prosa tan humana, tan tierna y cálida, pero sobre todo tan empática con las nuevas generaciones, y, mientras él va ganando en años, sus adeptos le van cediendo la posta a otros más jóvenes. Todo esto lo ha convertido en uno de los escasísimos autores cuyos personajes lo buscan para invitarle “una cervecita, profe”. Y no se hace el remilgoso, se la toma de una y se sienta en los bares del Centro de Lima y tumba a todos.
Desde que lo conocí, a finales de la década de 1990, siempre ha sido el mismo, un buda de cabellos blancos lanzados al viento, un gran monologante de sus aventuras, ocurridas sobre todo en China, en el Hotel de la Amistad de Pekín. ¿Sería verdad todo aquello que contaba? Aquellos platillos increíbles o aquellas persecuciones políticas y literarias con su cuota de intriga. Ahora sé que eso poco importa. Mucho de aquello está en sus libros, en sus inolvidables prosas y sus relatos. Como habla bastante, también tiene detractores, pero digan lo que digan es un maestro de la prosa. No he leído a otro narrador peruano que tenga una escritura tan poderosa y que, al mismo tiempo, te hable de la vida, de la justicia social, de la lucha y la desesperanza de convertirse en “hombre” en los barrios del Perú.
Acaba de
publicar En busca de la sonrisa
encontrada (Cascahuesos, 2012), un texto que explora otra vez, en esa “limpia
moral de la piel”, como la ha llamado el autor, esa búsqueda de amor, belleza y
justicia en un territorio que se niega a encontrarla en sus propios habitantes.
Así, a través de viajes a diferentes ciudades del Perú, a través de bares, a
través de cuerpos jóvenes, el narrador, cada vez más cercano a la poesía,
encuentra belleza en los jóvenes de las clases pauperizadas, en la clase
trabajadora que suda, y establece un nuevo romance con esos cuerpos marginalizados
por nuestra sociedad; un romance que está más allá del puro hedonismo, que
reclama la expresión directa de esa sonrisa, el estallido de un paisaje que
tratamos de ocultar por medio del maquillaje o al voltearle la cara a los humillados
de este país.
Oswaldo, el
profe, el narrador de textos imprescindibles como El escarabajo y el hombre, Los
eunucos inmortales, En busca de
Aladino y El goce de la piel —sus
textos más nombrados—, tiene 80 años, una edad suficiente para que un ser
humano pueda liberarse de las infames ataduras terrenales de la censura más
ramplona, exponga su propio sentir y exprese una moral del amor socialista de
mayor vanguardia: más allá de los géneros, pero sin dejar de lado la demanda de
justicia social. Me gusta este libro por su lectura de la poesía y el deseo. Como
diría nuestro hermoso crepúsculo, Martín Adán: “No quiero ser feliz con permiso
de la policía”. Así es, Oswaldito.
Esta columna fue publicada hoy domingo 2 de setiembre en el Semanario Siete
Esta columna fue publicada hoy domingo 2 de setiembre en el Semanario Siete
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