Cada vez
que entro a una embajada o consulado, suelo ponerme nerviosa y me sudan las
manos. Odio pedir visas, llenar papeles, demostrar por los cuatro costados que
soy una ciudadana ejemplar, elegible y que no iré a hacerme ilegal en otro
país. Odio hacer todo eso, pero lo he hecho más de una vez. A decir verdad,
seguramente, unas veinte veces hasta el día de hoy. Hoy también me tocó ir a
otra embajada, y sigo viva.
Desde que hace 11 años viajara como estudiante a los
Estados Unidos, una vida de visas me ha perseguido como a muchos de mis
compañerxs peruanxs: renovarla, cambiarla, cuidarla como el oro. Cada vez que
tenía que ir a la embajada en Lima, me resistía hasta el último momento. Sabía
—como todos sabemos— que ese trámite implica una suerte de humillación para
todos los que estamos en este lado del planeta. Por supuesto, todos los que
estamos de este lado no somos iguales, para muchos, sus ingresos son inseguros
y precarios, y las diferencias de clase bastante profundas. Además, después de
septiembre 11 de 2001, el Perú no está entre los países con “mayor reputación”,
debido a nuestro periodo de guerra interna, que se actualiza cada cierto
tiempo.
La gente sufre horriblemente dentro de la embajada.
No solo es la espera de casi dos horas, sino, también, la angustia de que quizá
pierdas el dinero que pagaste (en la embajada norteamericana no lo devuelven,
sí en las europeas que he conocido) o, tal vez, la única esperanza que te
quedaba de salir de la estrechez y la pobreza. La negativa puede causar llanto
o incluso depresión, en cambio, obtenerla, provoca más de una sonrisa y,
comúnmente, el reconocimiento de muchos. Hay que celebrar, entonces, la prueba
de que, por fin, te has convertido en un ciudadano elegible por un país del
“primer mundo” y, por tanto, de alguna manera, fantaseas con el hecho de que
dejas de ser de segunda categoría en este país que te enseña constantemente que
existen ciudadanías diferenciadas.
Tuve un tío —y digo tuve, porque ya no vive aquí— que
se especializó en la década de los 90 en “asesorar” a la gente en sus
aplicaciones a diferentes tipos de visa. Se volvió un experto, tanto que era
una consulta obligada antes de sacar una cita en la embajada. Recuerdo que
hasta asesoraba a la gente en su vestimenta, en sus maneras de comportarse, en
sus respuestas: hablar solo lo indispensable porque el peruano pregunta y habla
mucho, y eso a los “gringos” no les gusta, decía. No bastaba con los papeles,
pues se sospechaba que muchos podrían ser falsos, había que demostrarlo con el
cuerpo, con la mirada, con las palabras. La teoría diría que son “las tretas
del subalterno”.
En los
úlitmos años, las embajadas han subido sus tarifas, afinado sus sistemas por
Internet y creado más mediadores letrados y especializados, pero, aun así, la
gente sigue terca sacando citas y haciendo cola, aunque las crisis europea y
norteamericana parecen haber creado el sistema inverso: ahora los de allá
vienen a vivir y trabajar acá. Muchos de ellos jamás han sufrido ni sufrirán la
humillación de resumir una vida vivida y sobrevivida en unos cuantos papeles,
ni tendrán que demostrar su condición de sujetos. Me pregunto por qué nosotros
tenemos que seguir haciéndolo.