Tenía
25 años cuando decidí dejar la seguridad de un trabajo bien remunerado, pero
aburrido, para poner una librería en Quilca, en sociedad con Manuel Rilo,
escritor y librero desde aquellos tiempos. Cuando llegué allí, Quilca ya había
sufrido el despojo de su primera cuadra, la peatonal, repleta de libreros. Las
viejas reuniones de revolucionarios, artistas e intelectuales empezaban a ceder
un espacio alternativo y fecundo durante mucho tiempo. La tan mentada
reubicación había llevado a sus pioneros a alquilar una playa de
estacionamiento en la cuadra dos. Ahora, todos tendrían stands, el viejo hechizo se perdería, pero algunos como Paco (conocido
en el medio como Paco de a Luca o Paco Quilca) decidieron arriesgarse y
alquilaron un local. Era el año 1997, el local de Paco estaba frente al mío. Yo
era, pues, una advenediza allí, pero llenamos de frescura ese momento: Meche
Miranda pintó la puerta de nuestra librería con una imagen del pop art y
trajimos libros y música más actuales. Ya saben, los libros no dan demasiado,
así que sobrevivimos como pudimos hasta que un día nos robaron. Fin de ese
proyecto, vuelta a la otra margen.
De
ese tiempo, me han quedado numerosos y queridos amigos que siempre me reciben
cálidamente y con una sonrisa: algunos de ellos todavía siguen allí como Ropero,
que vende polos y música; Pedro Ponce ha vuelto mejor que nunca lleno de poesía;
o Ángel, que sigue próspero en la venta de toys
de colección. Han tenido que pasar por grandes crisis y adaptarse a los
nuevos tiempos: del casete al CD y a la diversificación de rubros. Otros, como
el Pelícano, volaron. Pero siempre merodean desde sus guaridas, en El Agustino, Paco y mi querido Danny Piraña, amigos de siempre. Además, están Cecilia
Farromeque, lectora y aventurera de mundos; y Percy Pezúa, melómano que nos
acompañó en esta aventura también. De esa época, fue El Averno. Eran nuestros
vecinos, pues compartíamos la casa derruida que nos alquilaba uno de sus dueños.
Ellos han persistido. De los desechos, el Negro Acosta y Leyla han construido
un espacio para que los músicos, los poetas y cualquier artista manifieste su
arte.
Yo
era zanahoria para una Lima de la cual conocí sus vericuetos en lo que tienen
de bello y monstruoso a la vez. De esa contradicción, me topé con Quiroga, “el
buen ladrón”, y su pandilla. Eran tenderos, robaban en supermercados, siempre
nos visitaban para contarnos sus aventuras. Eran los protagonistas de los
libros que vendíamos, pero mucho más inocentes. Dejé de ser zanahoria, debía caminar
por La Colmena nocturna con ojo de gato y paso preciso, pero también comprendí
el alma humana en todo lo que tiene de contradictorio en este país, donde la
mayor parte del tiempo estamos expuestos al hurto, el asesinato y la
injusticia. Quilca era la mezcla de todo eso. Éramos jóvenes, y la represión
había sido brutal en aquellos años. De vez en cuando, caía el Roy Santiváñez,
poeta y amigo, en su época alucinada, pero conmigo siempre fue un gentleman. Conocí de esa época también a
mi adorada y genial cronista Gaby Wiener.
Quilca
sigue allí. La primera cuadra peatonal, donde reinaban músicos como Piero
Bustos o Richard Silva de Del Pueblo,
ahora es el boulevard del pollo a la brasa. La cultura siempre será una segundona
bastarda. Felizmente, todavía hay gente que persigue el sueño a través del arte.
Distan mucho de ser los emprendedores de moda, y son, más bien, los tercos, los
soñadores; los que valen.
Esta columna fue publicada hoy domingo 29 de abril de 2012 en el Semanario Siete
Esta columna fue publicada hoy domingo 29 de abril de 2012 en el Semanario Siete