Soy el producto de una educación
tradicional. Tengo el privilegio de haber ido a una universidad privada y,
posteriormente, haber estudiado en el extranjero. Sin embargo, mi educación en
el colegio fue mediocre y repleta de vacíos. Estudié en un colegio católico
privado en donde el aprendizaje privilegiaba la memorización. Fácil, porque los
chicos pueden memorizar sin problemas, pero entender es otra cosa. Entender supone
crear un pensamiento crítico.
Desde mi
generación a hoy, “memorizar” ya no es lo más importante. Más bien, es visto
casi con horror. Hoy lo que se subraya es que los alumnos comprendan lo que
leen. Que esta premisa se practique en el aula es otra cosa, pero eso es a lo
que apunta el llamado Plan Lector. De hecho, el plan actual indica que se debe
trabajar a partir de los intereses y capacidades de los alumnos. Para ello, hay
una lista amplia de títulos por edades y grados.
Sin
embargo, al parecer, el Plan Lector no genera muchos buenos lectores. Más allá
de eso, hay lectores en los colegios. Lo digo con conocimiento y no sin
orgullo: mi sobrina es una gran lectora, pero, como a cualquiera de nosotros,
cuando un libro no la atrapa, sencillamente, lo deja. Recuerdo que, cuando era
más pequeña, debía demostrar a través de dibujos que comprendía lo que leía.
Obviamente, más de una vez, la niña leía la contratapa, hacía los dibujos y
cumplía con su “obligación”. En su colegio, el Plan se aplica treinta minutos
antes de empezar la primera clase, es decir, de 7:45 a 8:15 a. m., y se puede
usar la biblioteca durante los recreos. De ese modo, le seguimos diciendo a los
niños que leer es esa fea urgencia que hay que aplicar fuera de un programa
integral en la escuela.
Por otro
lado, la mayoría de colegios no cuentan con bibliotecas bien equipadas y, otras
veces, prefieren no prestar sus textos, porque, en muchos casos, no son
devueltos o se pierden. En general, el libro es visto como un objeto casi
sagrado al punto que los chicos deben voltear sus páginas con miedo. Se
prefiere esto en lugar de enseñarles que el libro que hoy lean, podrá ser
disfrutado por otro compañero. Vamos, en este país de grandes contradicciones,
se recicla todo, menos los libros: estos se botan, ya no sirven para el
siguiente año.
El
espíritu crítico se forma dejando a los alumnos escoger sus lecturas de acuerdo
con sus intereses y actitud. Si hay chicos que pueden leer libros más complejos
que otros, ¿por qué, entonces, recomendarlos por edades? Hay un supuesto
erróneo de que un alumno es capaz de leer esto y no otra cosa en tal o cual
edad. A algunos les interesará la ciencia ficción; a otros, los libros de
héroes y heroínas. Pero ¿por qué no darles el privilegio de escoger y equivocarse?
La gran paradoja es que hoy en día hay
muchas más escuelas, institutos y universidades que hace veinte años, cuando yo
terminaba el colegio. Esa abundancia supone la ficción de que todos podemos
“triunfar” y encontrar un camino que nos saque de la pobreza a través de la
educación. Ese falso panorama privilegia la constitución de mediocres empresas
educativas listas para el lucro y muy poco preparadas para brindar una
educación seria y de calidad.
Me
pregunto, también, si ese privilegio por lo escrito no implica una
discriminación en un país donde la oralidad sirve como hilo conductor de la
memoria de muchos pueblos, y a cuyos miembros se obliga a aprender en una
segunda lengua en desmedro de su lengua materna, en la que aprendieron, como
todos nosotros, a expresar sus afectos. Pero eso lo dejo para otra vez.
Esta columna fue publicada el 19/02/12 en el semanario Siete. www.siete.pe
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