Lima está patas arriba. En Miraflores, la Librería Inestable está dedicada a la poesía, y, en el Boulevard Quilca, mi amigo Pedro Ponce se ha convertido en coleccionista y vende, casi exclusivamente, poesía. Desde hace dos años, los poetas Giancarlo Huapaya y Diego Lazarte organizan el Festival de Poesía de Lima y, en marzo, se viene otro festival, aun más grande, esta vez liderado por el poeta Renato Sandoval y un grupo de gente joven bien alimentada por la poesía. No solo eso, conozco chicos que quieren hablar de poesía, leerla y difundirla. A veces me citan en cafés urgentes para decirme que escriben, que tienen proyectos. Piensan que el mundo será un lugar más amable si alguien es tocado por un verso, por una palabra luminosa.
Me pregunto: ¿qué bicho les habrá picado a todos ellos?
Recientemente hablaba con un par de amigos ―también poetas― sobre la marginalidad de la poesía y el porqué de su alejamiento tan radical del mundo. Es verdad que la literatura, en general, anda en retirada, pero sobre todo la poesía ha sido expropiada de la vida de la gente, y sus poetas ―nuestros poetas― ya perdieron el aura. Ya no hay vallejos, ni varelas, ni eielsons a los que oír y entrevistar para que nos hablen de su poética, para que nos consuelen con una palabra sabia en este valle de lágrimas. Ahora hay trabajadores que escriben. Poetas que trabajan.
Hace mucho que el poeta ha dejado de ser un “pequeño dios” como escribió Vicente Huidobro hace casi cien años. El poeta suda y suda, pero la poesía está más lejos que nunca del espíritu de la gente, incluso de aquella educada por encima del promedio. Es una gran paradoja que haya monumentos, parques, placas, esculturas y pinturas dedicados a nuestro poeta más famoso, César Vallejo, pero ¿cuántos chicos en las escuelas del Perú han leído más allá de “Los heraldos negros”? ¿Cuántos han escuchado “Considerando en frío, imparcialmente” o han oído hablar de, por ejemplo, César Moro? ¿Cuántos piensan que la poesía es más que esas inacabables rimas del romanticismo español? Es cierto que la poesía tiene facetas de difícil acceso, lenguajes experimentales, metáforas complejas, etc., pero también lo es que hay poetas cuya expresión excede la comprensión exhaustiva de un texto y está cargada de una intensa emoción, y este es un factor que no se debe menospreciar. Sí, también hay poetas fríos, cerebrales. Me gustan mucho menos, pero siempre me gusta leerlos, ya lo decía.
Que la poesía esté al margen del mercado me importa poco; que esté al margen de la gente me importa algo más. ¿Por qué conformarnos con ser un ghetto, con leernos entre nosotros mismos, con tener poetas, pero no lectores? Algunos alumnos míos creen que la poesía puede transformar, de cierta manera, nuestra injusta realidad. La poesía nunca ha cambiado nada, les digo. Mucho menos los poetas. Ellos me miran de reojo y no les importa. Felizmente, son jóvenes y bellos, y, si ellos lo creen así, así ha de ser. A su manera, los libreros especializados en poesía, aquellos que organizan festivales y los que escriben desde diferentes puntos del país tienen la convicción de que la poesía nos es necesaria de alguna extraña manera. Además, sabemos lo duro que es mantener una librería alternativa, editar un libro y organizar una actividad vinculada a la poesía. No solo hace falta tener fe, sino también ser constante.
Escribo esto desde la selva. Cada vez que contemplo el río, este me devuelve poesía. Precariedad y poesía.
Esta columna fue publicada el 26/02/2012 en el semanario Siete.