domingo, 16 de septiembre de 2012

AY BRYCE, BRYCE


El premio que acaba de recibir Alfredo Bryce en la FIL Guadalajara sabe amargo. Nos pasamos repitiéndoles a los alumnos que el “plagio” es un delito que se sanciona incluso con la separación de la institución en la que estudia, y ahora se ha premiado a un autor sobre el que recae la sombra del plagio. Bryce no es un autor cualquiera, es un referente cultural para muchos jóvenes. La fiesta por su premio queda trunca, en la punta de la lengua.

Desde el momento en que se descubrió el copy & paste y luego de la resolución del Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (Indecopi) en 2009, jamás ha asumido su responsabilidad ni mucho menos pedido disculpas, y, peor aun, después de la entrega del premio ha dado declaraciones en las que afirma cínicamente que ha quedado libre de polvo y paja, y que solo hay gente que no lo quiere, como si la vida púbica de un escritor se resumiera en “hay gente que me odia”. Que en este país todo se pueda tergiversar con la facilidad obscena de una llamada de teléfono o de un abogado bien curtido y relacionado no quiere decir que aquellos que tenemos dos dedos de frente no sepamos que todas esas denuncias y la sentencia de Indecopi sean verdaderas. En una entrevista que le hace G. Pajares en Perú 21, ese año dice: “El plagio, como decía Borges, es incluso un homenaje. Borges le plagió a medio mundo. Yo no siento haber plagiado a nadie. El texto de Willy Niño es un trocito así (y, con los dedos, marca unos tres centímetros), el resto es mío”.

Recuerdo que, por menos de ese “trocito”, Fernando Iwasaki tuvo que dejar su trabajo y su país e irse a vivir fuera. Lo recuerdo vivamente, porque todos nos arremolinamos alrededor de un panel en el que se encontraba la prueba del delito: su texto al lado del texto plagiado. Vivíamos una época altamente politizada, y su caída tuvo algo que ver con eso. Esto me impactó profundamente, pues yo recién había ingresado a la universidad y él era mi profesor de Historia Universal. Ahora, ante la incredulidad de muchos, después de más de veinte años de ese incidente en la rotonda de Letras de la Universidad Católica, un escritor peruano acusado de plagio en el ejercicio de su trabajo recibe un premio muy importante, premio que han ganado, entre otros, escritores como Fernando Vallejo, Nicanor Parra, Julio Ramón Ribeyro, Olga Orozco, Juan Gelman. Ay, Bryce, Bryce, ¿por qué has envilecido el único artefacto que nos ha permitido a muchos sobrevivir al dolor y la muerte? Me parece un deshonor que se premie a un escritor que sostiene su defensa a través de la cultura de la criollada. Estamos cansados de la viveza en este país. Estamos cansados de los palomillas que asaltan las veredas con una ética sospechosa disfrazada de humor y que se venden al mundo como representantes de la literatura nacional. Bryce no ha entendido que el ejercicio de la literatura es político, no delincuencial.

Si Bryce fue el escritor de Un mundo para Julius y de algunos otros cuentos y libros entrañables (realmente entrañables como Con Jimmy, en Paracas o Eisenhower y la Tiqui-tiqui-tin), hace tiempo que dejó de serlo. Su cinismo mató lo que su amor por la literatura le hizo escribir cuando yo ni siquiera había nacido y aun algunos años después de que naciera, y que todavía guardo en mi sonrojado corazón juvenil.

domingo, 2 de septiembre de 2012

OSWALDO REYNOSO: EN BUSCA DE LA SONRISA MILENARIA

Oswaldo Reynoso es un escritor, un viejo escritor educado en las ideas socialistas, como fueron educados mi abuelo y mis padres. Ya ha pasado la barrera de los 80 años, y su literatura sigue tan fresca y vital que produce una sana envidia leerlo. Felizmente también es un amigo. Es un personaje de las ferias del libro, y, siempre que nos encontramos, nos saludamos con un abrazo.

Desde que publicara Los inocentes (relatos de collera), en 1961, en una preciosa edición de La Rama Florida —ahora con muchísimas reediciones—, ha sido, sin lugar a dudas, el preferido de los jóvenes, por esa prosa tan humana, tan tierna y cálida, pero sobre todo tan empática con las nuevas generaciones, y, mientras él va ganando en años, sus adeptos le van cediendo la posta a otros más jóvenes. Todo esto lo ha convertido en uno de los escasísimos autores cuyos personajes lo buscan para invitarle “una cervecita, profe”. Y no se hace el remilgoso, se la toma de una y se sienta en los bares del Centro de Lima y tumba a todos.


Desde que lo conocí, a finales de la década de 1990, siempre ha sido el mismo, un buda de cabellos blancos lanzados al viento, un gran monologante de sus aventuras, ocurridas sobre todo en China, en el Hotel de la Amistad de Pekín. ¿Sería verdad todo aquello que contaba? Aquellos platillos increíbles o aquellas persecuciones políticas y literarias con su cuota de intriga. Ahora sé que eso poco importa. Mucho de aquello está en sus libros, en sus inolvidables prosas y sus relatos. Como habla bastante, también tiene detractores, pero digan lo que digan es un maestro de la prosa. No he leído a otro narrador peruano que tenga una escritura tan poderosa y que, al mismo tiempo, te hable de la vida, de la justicia social, de la lucha y la desesperanza de convertirse en “hombre” en los barrios del Perú.

Acaba de publicar En busca de la sonrisa encontrada (Cascahuesos, 2012), un texto que explora otra vez, en esa “limpia moral de la piel”, como la ha llamado el autor, esa búsqueda de amor, belleza y justicia en un territorio que se niega a encontrarla en sus propios habitantes. Así, a través de viajes a diferentes ciudades del Perú, a través de bares, a través de cuerpos jóvenes, el narrador, cada vez más cercano a la poesía, encuentra belleza en los jóvenes de las clases pauperizadas, en la clase trabajadora que suda, y establece un nuevo romance con esos cuerpos marginalizados por nuestra sociedad; un romance que está más allá del puro hedonismo, que reclama la expresión directa de esa sonrisa, el estallido de un paisaje que tratamos de ocultar por medio del maquillaje o al voltearle la cara a los humillados de este país.

Oswaldo, el profe, el narrador de textos imprescindibles como El escarabajo y el hombre, Los eunucos inmortales, En busca de Aladino y El goce de la piel —sus textos más nombrados—, tiene 80 años, una edad suficiente para que un ser humano pueda liberarse de las infames ataduras terrenales de la censura más ramplona, exponga su propio sentir y exprese una moral del amor socialista de mayor vanguardia: más allá de los géneros, pero sin dejar de lado la demanda de justicia social. Me gusta este libro por su lectura de la poesía y el deseo. Como diría nuestro hermoso crepúsculo, Martín Adán: “No quiero ser feliz con permiso de la policía”. Así es, Oswaldito.



Esta columna fue publicada hoy  domingo 2 de setiembre en el Semanario Siete